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 ojos de fuego

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dreico m
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MensajeTema: ojos de fuego   ojos de fuego I_icon_minitimeVie Mayo 29, 2009 5:09 pm

bueno queria compartir esta novela de stifin king, con ud, mientras se me ocurre nuesvas ideas

Las nubes del tifón se arremolinaban amenazantes en el cielo de septiembre de Tokio. Bajo las nubes, en la anticuada prefectura de Toshima, los empleados del Hospital General de Otsuka avanzaban con gran esfuerzo entre la penumbra del mediodía para despejar las aceras de muertos y moribundos antes de que las lluvias torrenciales empezasen a caer.
Cientos de personas, la mayoría enfermas, estaban echadas por todas partes como haces de leña amontonada, envueltos en una fetidez miásmica que brotaba de los abscesos cutáneos y la descomposición sanguinolenta. Algunos permanecían silenciosos, otros gemían con agudos quejidos, todo lo fuerte que sus débiles cuerpos les permitían. Los muñones podridos de los brazos, las piernas y los dedos atraían a las moscas y mostraban los huesos desnudos. La carne parecía deshacerse sobre los esqueletos de los muertos.
Los que estaban en las primeras fases de lo que los periódicos llamaban «la lepra coreana» permanecían sentados con los pantalones o las faldas manchados, con la cabeza inclinada, apoyada entre las rodillas, quejándose y tosiendo. Por todas partes se agrupaban familias enteras, que creaban microcosmos de muchedumbre con sus muertos, moribundos y heridos que aún se tenían en pie. Madres y padres acunaban a sus hijos en un intento fútil de protegerles del horror que los atacaba desde el interior.
Se amontonaban por las aceras, las zonas de césped, las rampas de carga de las ambulancias; llenaban cualquier espacio vacío del recinto del aparcamiento, incluso en los resquicios entre los vehículos. Los realmente afortunados estaban echados unos junto a otros por los vestíbulos de la sala de urgencias, donde los doctores de las Fuerzas de Autodefensa embutían a las víctimas un montón de antibióticos y sueros intravenosos con movimientos existencialmente inútiles.
En el perímetro de los terrenos del hospital, los soldados de las FAD, vestidos con batas desechables, máscaras y guantes de goma, trabajaban en el exterior entre la multitud, cargando a los vivos en camillas y transportes militares. Los restos gelatinosos de los muertos eran recogidos con palas y colocados en un batiburrillo de contenedores, requisados de forma provisional: barriles, tubos de metal, arcones para el hielo, neveras de refrescos e incluso piscinas portátiles para niños.
Entre la mortandad caminaban tres hombres; un japonés de pelo blanco de unos setenta años, que vestía una bata blanca de médico, y dos caucásicos rubios, con vaqueros y camisetas, mucho más altos que él. Cada uno de los altos caucásicos sostenía una gran bolsa de lona. Los tres llevaban puestos guantes de goma y máscaras quirúrgicas, que sólo dejaban al descubierto los ojos.
Los caucásicos se limpiaban constantemente los ojos, que se les humedecían a causa de la intensa neblina cáustica que cubría los terrenos del hospital. A su alrededor, grupos de soldados de las FAD caminaban rociando con unos aplicadores una solución desinfectante de la bomba que llevaban a la espalda en una gran mochila, de las que se suele usar para rociar con sustancias químicas el césped.
El trío se movía de un lado a otro, como si diese bandazos. Daban unos pocos pasos en una dirección y se detenían cuando la figura de la bata blanca se adelantaba a los otros dos, daba la vuelta hacia ellos y les bloqueaba el paso. Intercambiaban palabras, luego uno de los caucásicos iniciaba el movimiento de ir en otra dirección, dejando al japonés atrás, que salía disparado para alcanzarles y repetir el proceso.
—Realmente tenemos controlada la situación —dijo el japonés mientras caminaba de nuevo al lado de los otros dos. El doctor Yoshichika Iwamoto era el administrador jefe del Hospital de Otsuka, catedrático de la Universidad de Tokio y ex miembro del parlamento japonés, el Diet.
—De verdad, no era necesario que viniesen —insistió—. Es muy amable por su parte pero del todo innecesario.
Como muchos doctores japoneses, Iwamoto hablaba inglés. Y, también, como muchos de ellos lo consideraba un idioma bárbaro.
El rostro de Iwamoto no mostraba en absoluto la agitación interna que había provocado la llegada inesperada, media hora antes, de los dos doctores del ejército estadounidense. Lucía su shiran kao, su rostro impasible, e intentaba explicarles que se trataba de una epidemia, un tema para especialistas, que ellos solos podían controlar el tema. Para su desespero, los norteamericanos habían demostrado que también eran expertos en este tipo de urgencias médicas, incluso le enseñaron artículos publicados de los que eran coautores y que habían llevado consigo como precaución para anticiparse a las trabas que podrían ponerles.
Lo que en realidad quería explicarles Iwamoto a estos intrusos maleducados era que se trataba de una situación que incumbía a los japoneses, algo parecido a una incidencia familiar que tenía que tratarse de la forma más discreta posible. Primero la cadena estatal NHK, y luego otras cadenas de televisión habían emitido informaciones desde que el brote de lepra coreana se había hecho intolerable hacía una semana. Airear los propios trapos sucios era algo vergonzoso, inaceptable. Entonces movió la cabeza al pensar en las emisiones de noticias y en los artículos de los periódicos que siguieron al brote. Rápidamente habían atraído la atención de los periodistas extranjeros, más gaijin. ¿Qué les debe pasar a los japoneses en Japón? Kurata-san lo arreglará.
Los reportajes habían atraído a estos doctores gaijin. En sí, esto ya era un insulto, una muestra de su falta de confianza en su capacidad, en la capacidad de toda la raza japonesa. Matones corpulentos, blancos, racistas, que asumían de forma automática que aquella gente menuda de piel amarilla no podía manejar los problemas por sí misma, y por lo tanto les imponían su desagradable «ayuda». Iwamoto se sentía furioso. ¡Y sus malos modales! Llegaron sin avisar; le pusieron en una situación embarazosa al no darle ninguna oportunidad para recibirles con corrección.
¡Estos ketojin, estos norteamericanos eran tan arrogantes!
Rezó una breve oración para dar las gracias porque, al menos, no eran japoneses los que les imponían su ayuda. Esto habría creado una on, una obligación, una deuda que él y el hospital se verían obligados a devolver. Por fortuna, los gaijin no tenían valor ni virtud. Los que no tenían virtud no podían crear on y tampoco se les podía dispensar la cortesía o la protección debida a los verdaderos hijos de Yamato. Iwamoto sabía que su obligación era librarse de estas dos plagas lo más rápido posible, y mantenerlos alejados para que no entorpeciesen el proceso de traslado que se efectuaba de forma tan eficiente.
Avanzaron unos pasos, caminando en silencio, al tiempo que daban un amplio rodeo alrededor de un hombre que hacía arcadas de forma convulsiva al final de la calle.
—Siento que no vayan a estar cómodos —dijo Iwamoto, esperanzado, mientras caminaba delante de ellos y detenía de nuevo su avance—. Nuestras instalaciones sanitarias están bastante colapsadas.
—No hay problema —dijo uno de los gaijin—. Somos militares. Estamos acostumbrados a las incomodidades.
—Forman parte de las normas —bromeó el segundo, mientras se dirigía hacia otra dirección.
Iwamoto sintió vergüenza cuando salió disparado para alcanzarle. ¿Cómo podían ser tan insensibles e ignorar su angustia? ¿Cómo podían pasar por alto una comunicación tan obvia?
Iwamoto les bloqueó el paso, reunió toda su determinación y lo intentó de nuevo.
—Como ven, nuestras instalaciones y nuestros equipos son limitados. Siento que…
—Hemos traído los nuestros —dijeron los dos gaijin casi al mismo tiempo. Uno de ellos dio unas palmadas a la gran bolsa de lona para dar énfasis a sus palabras; luego se dio la vuelta y caminó de nuevo en otra dirección.
La desesperación inundó de calor y acidez la garganta de Iwamoto cuando tuvo que ir tras ellos otra vez.
Un trueno retumbó en la distancia; los persistentes vientos azotaban los árboles y envolvían el inmenso edificio del hospital con sus ráfagas caóticas.
Mirando al cielo con esperanza, Iwamoto maniobró de nuevo para situarse delante de ellos y se detuvo. En lugar de hablar de inmediato, hizo una pausa para estudiar el tiempo con atención. Los dos caucásicos alzaron la vista un momento y luego lo miraron cuando habló.
—Estos primeros tifones pueden ser serios —dijo—. Puede ser peligroso para ustedes permanecer aquí. —Miró expectante uno y otro rostro blanco—. Tal vez su propia gente les necesite en el Campo Zama.
Los gaijin movieron la cabeza sincrónicamente, como si sus cuellos estuviesen unidos por engranajes. Casi con la misma precisión se dieron la vuelta y reanudaron la inspección.
Iwamoto dejó escapar un audible sonido sibilante cuando inspiró aire por sus labios fruncidos, y los estrechó de nuevo. El viejo médico ya estaba sin aliento cuando les volvió a cerrar el paso, esta vez a pocos metros de la entrada del hospital.
—Es una enfermedad repugnante —dijo Iwamoto—. Las manchas, la podredumbre, las secreciones sangrientas, los hedores.
Ahora, el acre antiséptico enmascaraba la mayor parte de la fetidez nauseabunda que momentos antes había golpeado a los caucásicos, como un puño retorciéndose en sus estómagos, tan pronto como bajaron del tren, en la estación de Shin-Otsuka.
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MensajeTema: Re: ojos de fuego   ojos de fuego I_icon_minitimeVie Mayo 29, 2009 5:09 pm

—Mire, doctor, ya nos hemos enfrentado a esto antes —dijo el teniente coronel Denis Yaro, doctor en Medicina, especialista en enfermedades infecciosas del noveno cuerpo del Ejército de Tierra de Estados Unidos, destacado en el cercano Campo Zama en la Prefectura de Kanagawa.
—Ya somos mayorcitos. No será la primera vez que nos ensuciemos nuestras bonitas batas blancas. Lo que sucede es que creemos que es una situación bastante importante y nos gustaría muchísimo ayudarle a llegar al fondo de esta extraña cepa de muermo, si es que realmente se trata de eso, pero si usted no quiere que estemos aquí, ¿por qué no ha salido y simplemente nos lo ha dicho?
«Lo he hecho», Iwamoto pensó para sí. «Pero sois demasiado estúpidos para escucharme.»
—Tranquilízate, Denis —le advirtió Jim Condon. El doctor Condon era otro teniente coronel, epidemiólogo y especialista en medicina interna, cuyas oficinas colindaban a las de Yaro en las instalaciones del Cuerpo Médico.
Habían ido hasta allí, violando órdenes específicas dadas a todos los médicos de Zama de que se mantuviesen alejados de la zona, como voluntarios; en parte, porque querían ayudar y, en parte, porque Yaro esperaba atrapar una muestra de una enfermedad totalmente nueva, no diagnosticada, que pudiese convertirse en un artículo publicable.
Iwamoto luchó para controlar su enfado. Cuando habló, lo hizo con un tono formal, forzado.
—El patógeno aún no ha sido identificado —continuó el doctor—. No parece ser ninguna bacteria, ningún virus o siquiera un prión o una ameba unicelular o cualquier otro organismo conocido. Por ello parece que no existe inmunidad natural y, como resultado, ninguno de los pacientes ha sobrevivido, por ahora.
A Condon y Yaro les pareció atisbar una ligera mirada de satisfacción.
—Los fragmentos genéticos que hemos podido identificar en esta primera fase muy preliminar de la investigación indican que podrían ser idénticos a la variante desconocida A-087, que mató a los habitantes de aquel pequeño asentamiento en la costa noreste de Cheju-do.
Yaro asintió con la cabeza. Condon vio el brillo en los ojos de su colega. Tan sólo dos semanas antes, más de novecientas personas en Cheju-do, una pequeña isla en el mar de la China Oriental, unas cincuenta millas al sur de la punta de la República de Corea, habían sido exterminadas antes de que pudiese llegar ayuda alguna de la península. Nadie sabía de dónde había llegado la enfermedad, pero asoló el asentamiento y, luego, diez días después pareció autodestruirse.
—También deberían saber ustedes —dijo Iwamoto—, que está claro que es un biotipo y que es más probable que exista en un estado portador específicamente restringido a la raza coreana. Creo…
—¡Portadores! ¡Raza! —el tono de Yaro era despectivo—. Usted sabe tan bien como yo que no existe tal cosa como la raza coreana.
Iwamoto retrocedió y tropezó al alejarse del alto hombre blanco, pero recuperó el equilibrio con rapidez.
—Todo eso son cuestiones de poder y política, y no de ciencia —continuó Yaro, con su voz profunda y enojada—. Pero el uso de estas palabras, el uso que hace usted, doctor, y el que hizo en la televisión han sido un desastre para la comunidad coreana que vive en Japón. Las consecuencias de todas aquellas entrevistas no se pueden pasar por alto. Está contando a todo el mundo lo que quieren escuchar: que los coreanos son portadores de esta sucia enfermedad porque son racialmente inferiores.
—No puedo admitir sus implicaciones de que yo…
—Mire, gilipollas, yo estaba viendo la televisión cuando le contó a un entrevistador que era como si los dioses hubiesen inventado la enfermedad perfecta para personificar a una raza de personas despreciadas casi universalmente por toda la nación japonesa.
—Cálmate, Denis —Jim puso una mano sobre el brazo de su colega—. Déjalo.
Pero Yaro avanzó otro paso hacia Iwamoto.
—Son unos malditos hipócritas nazis. Usted y sus compatriotas. Ocuparon Corea, forzaron a la gente a la esclavitud, secuestraron a las mujeres coreanas y las encerraron en burdeles del ejército para ser utilizadas como «chicas de confort» que los soldados violaban día tras días. Un montón de gente, que se llamaban a sí mismos «doctores», utilizaban a los coreanos como provechosos animales de laboratorio para experimentos médicos japoneses.
Cuando Yaro avanzó, Iwamoto tropezó con sus propios pies y cayó bruscamente sobre el bien cuidado césped.
—Ya basta, doctor —dijo Condon con firmeza, mientras sujetaba a Yaro por los hombros y tiraba de él para hacerle retroceder.
Iwamoto se puso lentamente en pie y se sacudió el polvo. Jim Condon se interpuso entre los dos hombres.
—Si es en verdad cierto que se trata sólo de una enfermedad coreana, entonces no representa ninguna amenaza para mi colega ni para mí, ¿verdad doctor? ¿Por qué debería preocuparnos? —preguntó.
Al ver que Yaro ya no era una amenaza inmediata, Iwamoto sintió que la encendida ira subía desde lo más profundo de sus entrañas. Cerró los ojos un momento, intentando canalizar sus emociones. Miró profundamente hacia su interior para evitar ser provocado por el keto, pero fue en vano; después ya ofrecería oraciones para eliminar la vergüenza de haber perdido el control.
—¡Por supuesto que es una enfermedad coreana, locos de ojos redondos! ¡Tenemos el genotipo! ¡Por eso no tiene nada que ver con ustedes! ¡Nada en absoluto! ¡Son coreanos! Los perros que esos animales comen tienen más valor que ellos, ¿lo entienden? Atenderlos va más allá de la dignidad de la profesión médica.
El arranque de ira de Iwamoto los dejó atónitos, como si les hubiesen dado un bofetón en la cara. Durante una prolongada pausa, el silencio creció pesado e incómodo. Por fin, Condon llenó el vacío. En voz baja, con un tono frío con la furia apenas reprimida dijo:
—Doctor, en nuestro país, incluso los perros reciben atención médica.
—Sí, y en su país también duermen con los kurombo, negros, así que ¿qué más se puede decir? —Iwamoto escupió como si incluso las palabras hubiesen contaminado su boca.
—Muchísimas gracias por ampliar nuestra visión del mundo. Pero nosotros, doctor, hemos venido para descubrir cómo curar a los perros.
Yaro temblaba de ira. Condon le obligó a dar media vuelta, le alargó la bolsa que había soltado y lo condujo hasta una familia de seis personas que estaban echadas sobre una vieja lona, unas diez yardas más allá.
—¡No existe cura; tan sólo muerte! ¡Hagan lo que les dé la gana! ¡Están perdiendo el tiempo! ¡Sólo muerte! ¡Sólo muerte! —oyeron que Iwamoto gritaba tras ellos.
A unos cuarenta y cinco metros, un alto joven japonés, vestido de pies a cabeza de blanco hospital, sostenía una tablilla con un sujetapapeles e iba de un devastado grupo familiar a otro, tomando notas y alguna foto de vez en cuando. Las lágrimas empapaban el borde superior de su máscara quirúrgica.
Cuando las palabras de Iwamoto resonaron por los terrenos inmaculadamente ajardinados del hospital y llegaron hasta los oídos de Akira Sugawara, el japonés alto y joven, que estaba junto al cuerpo de una niña coreana de cuatro años y sus apenados padres, se dio la vuelta y miró cómo el doctor Iwamoto se alejaba de los altos gaijin.
«¿Qué es este infierno?», se preguntó Sugawara de nuevo. Una extraña gravedad aprisionaba su corazón y le creaba un peso tan profundo que estaba seguro de que le arrancaría el órgano de cuajo y se lo llevaría al centro de la tierra.
«¿Qué es este infierno?» «¿Y por qué su tío le había enviado a documentarlo?»
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MensajeTema: Re: ojos de fuego   ojos de fuego I_icon_minitimeVie Mayo 29, 2009 5:39 pm

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MensajeTema: Re: ojos de fuego   ojos de fuego I_icon_minitime

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